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Malalcahuello: Magia verde

Fecha de Publicación: 2021-09-21

Malalcahuello: Magia verde
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Visitar Malalcahuello siempre es un regalo y qué mejor que hacerlo como un respiro a la pandemia. Hay muchas actividades dependiendo de la época del año. En invierno reina la nieve, que atrae a esquiadores de todo el mundo. Y en verano se impone el senderismo, la pesca, el kayak, cabalgatas, termas o simplemente descansar sin prisa.

A 115 kilómetros de Temuco, este territorio, que en Mapudungún significa corral de caballos, flanqueado por bosques profundos, cordilleras y aguas milagrosas, tiene una gran variedad de alojamientos, restaurantes y conectividad con los parques Tolhuaca, Conguillío y las Reservas Nalcas y China Muerta.

Llegamos al atardecer a nuestro centro de operaciones; los domos de una familia Mapuche a pasos de la entrada de la Reserva Nacional Malalcahuello. Nos esperaba un hot tub con hierbas aromáticas nativas. Un placer nada culpable después de manejar todo el día. Rodeados de bosques, y hay suficiente espacio para no encontrarse con otros viajeros.

Partimos visitando la reserva, famosa por sus enormes araucarias con ejemplares de mil años y hasta dos metros de diámetro. El relieve de este lugar es muy distinto a un bosque típico sureño, debido al material volcánico. De hecho, ahí mismo está el volcán Lonquimay (2.820 metros de altitud) junto al cráter Navidad, que surgió en la erupción del 25 de diciembre de 1988, de ahí su nombre. Ambos son un panorama aparte. Estas formaciones mezcladas con el verde profundo crean un paisaje surrealista, multicolor y hermoso.

Son 31.000 hectáreas con cientos de pájaros, mamíferos, reptiles, además de araucarias y otras especies nativas. Exploramos la senda Piedra Santa que parte en la administración, donde también hay un centro informativo. Eso sí, hay que tener en cuenta que los senderos están cerrados entre mayo y octubre, incluidos ambos meses. El recorrido está marcado de celeste y contempla tres horas de duración. Malalcahuello

Entramos en el bosque y los sentidos se afinan de inmediato: oímos el rumor del agua corriendo en los arroyos y vertientes, los pájaros revoloteando, la brisa entre las hojas. El olfato se estimula con coigües, raulíes, tepas y tierra húmeda. A unos 3 kilómetros, el primer mirador nos permite apreciar el volcán Lonquimay y el valle del río Cautín. Cerca nos topamos con una antigua plantación de pino oregón y tenemos la fortuna de ver un carpintero negro en plena faena. Y aunque los guardaparques nos dijeron que podríamos encontrarnos con monitos del monte, zorros chilla y culpeo, incluso pumas, sólo vimos lagartijas. Alzamos la vista hacia las copas de los árboles, un techo vegetal que nos hace sentir como bichitos que son parte de este ecosistema poderoso. Somos 4 y cada uno abraza un árbol, cerramos los ojos y solo sentimos, respiramos…

Medio kilómetro más arriba, otro mirador nos muestra la Sierra Nevada y el volcán Llaima. Nos habían hablado del canelo andino, y aquí hay un bosque completo de ellos. El último mirador está 3 kilómetros más adelante, en un área alta y despejada que entrega una panorámica de 360 grados. Una costra de hierba nos deja descansar de cara al cielo y ver pasar una que otra nube. Solo se oye el silencio…

Allí termina este sendero y parte Laguna Blanca que, con 16 kilómetros, llega hasta la reserva Las Nalcas. Hay otros cuatro senderos habilitados, pero es mejor consultar su estado en Conaf.

Desde la reserva también se accede al mirador Patachoique en el punto más alto de la cordillera Las Raíces. A veces hay que avisar la entrada porque es parte de una comunidad Pehuenche —no es parte del parque— y es un lugar sagrado.

Túneles y ciclovías

Salimos de la reserva y manejamos hacia la hermosa cordillera Las Raíces. Esta ruta suele cerrarse en invierno. Luego de cruzar el túnel del mismo nombre, tan angosto que solo tiene una vía y hay que esperar la luz verde para pasar. El camino sinuoso y rodeado de selva nos lleva a Lonquimay, un pueblo de montaña con identidad propia. Hay buena gastronomía, artesanía y paseos. Pero nuestro destino es la laguna Galletué, cuna del río Biobío, el más grande de Chile. Tiene una playa de montaña, mucha flora, fauna y es ideal para hacer kayak y pesca deportiva. Pasamos gran parte del tiempo conversando, sin apuro en la rivera.

Al día siguiente arrendamos bicicletas para recorrer la ciclovía Malalcahuello-Manzanar, que se extiende sobre el antiguo ramal ferroviario que unía Victoria con Lonquimay hasta 1983. Sus 12 kilómetros con poca pendiente son seguros para ir con niños. El único punto crítico es que cruza tres veces la ruta internacional, que interrumpe la ciclovía y es necesario hacer los cruces de la ruta con atención porque hay poca visibilidad de los autos y camiones que aparecen a gran velocidad.

Partimos desde la antigua estación Malalcahuello que hoy es la biblioteca pública. Es realmente energizante recorrer este paisaje pedaleando al ritmo propio con un telón de fondo de cuento: volcanes, el río Cautín muy cerca, montañas verdes, nubes que suben y bajan por las colinas, canto de pájaros, aromas de arbustos y praderas llenas de flores en primavera. En parte del tramo cambia la vegetación por la presencia de un gran escorial volcánico que descendió desde el Lonquimay.

El camino tiene hitos en los que hay que detenerse sí o sí: Dos pequeños túneles (El Naranjito y Piedra Cortada) ubicados en zonas rocosas. No deben medir más de 50 metros, por lo que permiten ver a través de él y sacar fotos increíbles. También está cerca (hay que desviarse un poco) el salto de agua La Princesa, una cascada de 25 metros que tiene una leyenda local. El paseo termina en la antigua estación Manzanar (1945), declarada Monumento Nacional.

De regreso una tupida llovizna nos advirtió del chaparrón. Apuramos el pedaleo para devolver las bicis. Ya con los pies en la tierra no nos importó empaparnos. Hace siglos que no sentíamos esa intensidad de lluvia y el sonido de nuestras pisadas sobre las hojarascas y el barro. Simple, inolvidable, verde.

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